sábado, 11 de noviembre de 2017

Unidad de cuidados paliativos.

Planta 5. 

Érase una vez una niña de 17 años que tenía miedo a los hospitales. Le daba verdadero pánico. 

La primera vez que entró ni si quiera sabía lo que era la Unidad de Cuidados Paliativos, no tenía ni la más remota idea de lo que aquello significaba. Iba allí una vez a la semana, o incluso menos. 
Cuando iba contaba hasta tres y abría la puerta, ponía la mejor cara que podía y vacilaba a su hermana con cualquier cosa, siempre con un tono de voz normal o incluso alegre. Su hermana le contaba lo que había hecho ese día, siempre con una sonrisa, como si realmente no estuviese en un hospital. Hasta que un día dejó de mirarla y sonreírla.Y de escucharla. Y de tocarla. Y de decirla dónde se iban a ir de viaje cuando saliese de aquella cama.
A partir de ese momento la niña solo iba para tumbarse a su lado y abrazarla hasta que papá o mamá le dijesen que tenía que volver a casa. 
Y ella nunca se despidió como si fuese la última vez.

Esa niña se convenció a sí misma de que no volvería a pisar un hospital, y menos la planta de paliativos. Que ya había quitado un plato de la mesa y no volvería a quitar uno hasta dentro de muchos años. Pero eso no ha sido así. 

Dos años y cinco meses más tarde vuelve a pisar el Hospital General de la Paz. Vuelve a cruzar el túnel que cruza bajo tierra la carretera y cuando sale está a treinta pasos de la entrada. Y no sabe qué hacer. Entra como si no tuviese miedo porque está rodeada de sus padres, pero por dentro se derrite, solo el olor le pone triste. Se sube al ascensor nº 53, es de los pequeños. Y su padre pulsa el nº 5. Esta vez sí sabe lo que se va a encontrar. Desde aquel ascensor al pasillo al que tiene que ir hay un minuto de silencio y nudos en la garganta. Y cuando por fin está delante del pasillo al que tiene que entrar llora. Llora como un bebé recién nacido. Su madre le abraza, y su tío, y su primo. Su padre entra, su hermana se está muriendo.

La niña deja de llorar, se para en la puerta y tras varios minutos mirando, entra. Entra con las piernas temblando. Ella no quiere entrar pero algo en su cabeza le obliga a moverse hacia delante. Pregunta el nº de habitación. La busca y abre la puerta. Y cuando entra pierde la cabeza. Esta vez no ha sido como antes, no ha podido poner un tono de voz normal, mucho menos alegre. Se acerca a su tía y llora, sale de la habitación y llora. No articula palabra.

Hasta que se tranquiliza y vuelve a entrar para decirle a su tía lo mucho que la admira. Que en 4º de la ESO escribió un relato basado en ella y que tuvo un 10. Que siempre le decía a sus padres que si algún día les pasaba algo quería vivir con ella. Que tiene a su sobrina favorita de la mano y no se piensa mover de ahí. Porque para ella ha sido su segunda madre, tía, y psicóloga. Y no quiere que se vaya. No quiere que otra persona más se pierda el día de su graduación, ni el día que termine selectividad. No quiere que su tía no la llame el 3 de enero para felicitarla su 18 cumpleaños. No quiere que dentro de un tiempo no conozca al novio de su sobrina. No quiere que su padre cuide solo a su abuela, no quiere que su abuela pierda a un hija y tampoco quiere que su padre pierda a una hermana. 

Pero se ha dado cuenta de que las cosas no siempre son como queremos, de que hay cánceres que no tienen cura y que la metástasis la está matando de la misma forma en que mató a su hermana. 
Y ahora la niña solo tiene que estudiar, pero no quiere, no puede. Porque se está jugando el primer trimestre y a la vez, la culpa de no haber pasado con ella el tiempo que la quedaba. Y esa culpa ya la ha experimentado.

Mi tía murió dos días más tarde de yo escribir esto. El 13 de Noviembre de 2017.

Cuando todavía nos hablábamos, David me escribió: "Ana claro que eres de carne y hueso, y tienes los sentimientos a flor de piel y eres muy sensible. No pasa nada porque un día te vea llorar, o ponerte más triste". De esto hace ya mucho tiempo y aún así no se me olvidará nunca. 

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